Fábula de los salones recreativos

Hubo una época en España en la que la juventud se reunía en un extraño lugar rodeado de unos curiosos armarios con pantallas de televisores incrustados que no paraban de hacer ruidos de todo tipo. Eran sitios luminosos, inundados de risas y alegría, donde se forjaban alianzas peculiares y amistades pasajeras.

-“¿Te lo paso, chico?”- se oía decir a un imberbe muchacho al fondo.

-“Venga, vale”- respondía su inexperto interlocutor.

Y así, minuto a minuto, hora tras hora, la tarde daba paso a la noche y la noche daba paso a la angustia. La guarida sellaba sus puertas hasta el día siguiente y, esa misión que habíamos elegido libremente vivir a través de los rayos catódicos, no llegaba a su fin; por eso como decíamos, angustiados y cabizbajos, los mancebos marchaban a su morada a tratar de descansar y reponer fuerzas para, al alba, emprender una nueva lucha contra esos seres virtuales que tanta pasión despertaban en ellos.

De pronto, sin apenas percibirlo, la oscuridad comenzó a cernirse sobre estas madrigueras de diversión.

Los cachivaches conocidos con el sobrenombre de “Ordenadores Personales” habían visto expandida su potencia hasta límites insospechados. Lo que antes era un vulgar entretenimiento con pantallas de 256 colores o incluso monocromas, lentamente habían ido adquiriendo capacidades que impresionaban a los expertos en la materia.

-“¡Menudos polígonos!”- espetaban los mozos cuando se reunían aún en su cubil.

-“¡Es mejor que la recreativa!”- comentaba otro con los ojos chisporroteantes.

La caverna se resistía a perder adeptos, por eso, aparecieron nuevos muebles, más grandes, más coloridos, con mayor intereacción. Muebles con asientos deportivos y cuyas pantallas se triplicaban para simular las amplias vistas que nos permitían nuestros vehículos de cuatro ruedas de la vida real; muebles con plataforma propia, llena de singulares flechas de colores que se iluminaban al pisar correctamente mientras seguíamos el ritmo de la música; muebles en los que, ayudados por tremendas armas con mira laser, acabábamos con ordas de zombies infectos y putrefactos sin apenas perder una gota de sudor pero, cuando parecía reinar de nuevo la calma, un nuevo invento surgió de las profundidades del averno sumiéndolo todo, lentamente, en profunda oscuridad.

-“Mis padres han puesto en casa ADSL”- declamó aquel zagal ya no tan imberbe la última vez que lo vieron aparecer sus antiguos compañeros de luchas en la caverna.

Y así, lo que jamás ninguna mente por perversa que fuera logró siquiera maquinar, la pura evolución natural de la tecnología hizo que llegara a su fin.

Algún día, quizas, en algún remoto lugar del planeta, un muchacho que en su día fue imberbe, inexperto y de ojos chisporroteantes, le contará a su nieto que, para hacer amigos, tan solo bastaba con pronunciar una frase casual…

“¿Te lo paso, chico?”

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